Mi padre se enfermó de coronavirus (creo, nunca se hizo la prueba) en los días de mayor crueldad de la pandemia, segunda quincena de marzo y primera de abril. No comía –solo bebía suero oral y colada–, pero al quinto día de decaimiento profundo me comentó con voz apagada que le provocaba un encebollado de pescado. ¿Y ahora dónde lo consigo?, me pregunté, ya que el pánico por la enfermedad había puesto candado de terror a la mayoría de los pequeños negocios que operaban en la ciudadela El Paraíso, en el norte de la ciudad, donde resido. También en los alrededores. Sí que caminé buscando ese platillo.
Pero a la mañana siguiente, yendo a comprar el pan, encontré que la fachada de una vivienda tenía un rústico letrero de cartulina que nunca había visto antes: “Encebollado $1,50. Tortillas de verde $1. Papas rellenas $1”. La vecina salvadora fue Yousimy Mateo, cubana residente en Guayaquil hace catorce años.
“Soy economista, pero me encanta la cocina… Comencé a vender desayunos porque había poco de comer en el barrio. Y los vecinos me pedían que les cocine algo porque sabían que antes tenía un restaurante frente a San Marino”, indica ella, quien brindó una mano generosa que cobraba precios muy económicos, luego también para el almuerzo y la merienda. “Quería que todos coman a gusto… Si alguien me pedía que la carne sea frita, apanada o bisté, así se la preparaba”. Gracias, Yousimy, quien recibía la ayuda de su mamá, Gricel de los Santos.
Ella tuvo esa iniciativa en plena pandemia. En tanto que Rocío Rivera, chonera, se adaptó a los nuevos tiempos. Ella es conocida en el barrio por la sazón de sus tortillas de verde y de yuca y los productos manabitas. Dejó de vender por algunos días debido al COVID-19, hasta que decidió reactivarse por WhatsApp.
“Lo hice a pesar de que sí tuve miedo la primera semana”. Pero también se motivó al percibir que en esos momentos las personas sentían alegría de comer lo que les provocaba. “Y con las entregas los ayudaba a que sigan en casa”. Los pedidos se multiplicaron y su nueva normalidad fue preparar bandejas con esos alimentos en un emprendimiento que ha prosperado. Y que también ha puesto ricas tortillas sobre mi mesa.
Aquí más pequeños negocios cuya decisión, valentía y ayuda significaron un baño de alivio en pleno descalabro.
El pan de dulce, enrollado, mixto suele salir del horno de La Esquina del Pan a eso de las 06:00, bien tempranito, costumbre que nunca desmayó en los peores días del encierro debido al COVID-19. Quizás fue el emprendimiento más solicitado en esos días, atendido por tres jóvenes que he visto cada mañana desde hace varios años, pero cuyos nombres recién tengo el gusto de conocer.
Fabricio Zambrano (37 años) llegó a la ciudadela hace 18 años para trabajar en la panadería de un primo, la cual compró hace ocho años y ahora trabaja con otro primo, Ronaldo Zambrano (21), y su amigo Baldemar Vera (35). Todos son de Calceta, provincia de Manabí. “Los primeros días de la pandemia fueron terribles. La gente estaba aterrada porque pensaban que, si se enfermaban, quizás iban a morirse”, indica Fabricio.
Decidieron mantenerse laborando porque sabían que el pan es un alimento fundamental. “Los vecinos nos agradecían porque trabajábamos con todos los cuidados”. Pero siempre hubo el temor por contagiarse, confiesa Fabricio, quien temía poner en riesgo a su esposa y dos hijos, de 5 y 4 años.
Baldemar señala que, a pesar del miedo, sintieron la necesidad de servir a su comunidad. “Dios es grande y nos dio la oportunidad de continuar trabajando por la gente. Es un camino duro para todos, pero seguimos presentes”, agrega él, quien se encarga de producir los panes y dulces. Ronaldo añade que fue fundamental establecer las medidas de seguridad, como la distancia con los clientes, desinfectar el dinero con alcohol y usar mascarillas. “Teníamos todo para que la gente confíe”.
La guayaquileña Gardenia Garzón tiene más de 40 años como residente de la ciudadela y tres años y medio ofreciendo almuerzos por WhatsApp, que prepara en su vivienda junto al parque y la iglesia.
Y así continuó sin detenerse. “Arriesgándome, ya que soy diabética e hipertensa. De lunes a domingo. Todo a domicilio. Yo les daba la mano a los residentes que no tenían quién les prepare la comida. Fueron tiempos complicados”. Así podía ocurrir porque muchos de los vecinos, entre los cuales se destaca una amplia cantidad de la tercera edad, sentían disminuidas sus fuerzas, entusiasmo o posibilidades en medio del colapso social. “E incluso algunos fallecieron por el COVID-19. Fue muy triste”.
Fuente: Diario el Universo (ec)