El octavo disco de Pink Floyd se publicó el 1 de marzo de 1973. Fue un punto de inflexión para la banda y para el mundo, que no estuvo preparado para el golpe maestro que estos ingleses dieron con un álbum que, incluso en pandemia, sigue siendo actual. No hay manera de anticipar las cosas. Solo hay cierta intuición, conciencia y, probablemente, deseo. David Gilmour (guitarra y voz), Nick Mason (batería y percusión), Roger Waters (bajo y voz) y Richard Wright (teclados y voz) sabían que tenían un grupo importante de canciones. Sentían que las habían desarrollado bien, que la idea que les dio Waters, en diciembre de 1971, finalmente funcionó.
Con este disco se convirtieron en superestrellas del rock. Consiguieron el dinero que no les había llegado hasta entonces -compraron casas, terrenos y carros-. Pink Floyd se volvió relevante. Gracias a un disco que se mueve por una idea central, de la que se ramifica todo. No es una ópera, no es una historia con principio y final. Es en realidad un viaje.
El nervio que la banda tocó en todo el mundo tiene que ver con la posibilidad de expresar aquello que, incluso, los traspasó en espacio y tiempo. Ya casi son 50 años y este disco todavía funciona. A pesar de hablar hasta de cierta idiosincrasia inglesa. Este es un álbum sobre la locura que se genera en la vida, influenciado por la presencia de Syd Barrett, su exlíder, como fantasma eterno. Es una obra redonda que habla de aceptación, enfrentamiento y resiliencia. Pero, sobre todo, de estar atentos. La vida no es sencilla y la música, la buena música, no solo está aquí para convertirse en entretenimiento. Exista también como piedra de toque, o como espacio de confrontación.
FUENTE:EL TELÉGRAFO (EC)